Siempre me llamó la atención esta mujer
La comitiva real
avanzaba penosamente a través de las entrañas de la noche custodiando el
cadáver insepulto de Felipe, batiéndose contra la espesa capa de hielo que
cubría los campos de la Corona de Castilla. Complacería a su marido, le
llevaría hasta Granada, donde recibiría
cristiana sepultura. Nadie, ni siquiera su amado padre, la haría desistir de su
propósito.
No tuvo en
cuenta al destino, ese que interrumpió sus planes y la forzó a detenerse. Un
destino que llegó al mundo un gélido día
de enero; la pequeña y adorada Catalina nacía entre el llanto desesperado de Juana,
la reina viuda, y la angustia de la comitiva que aguardaba impaciente la
intervención del Rey Católico. No podían seguir vagando noche tras noche cual
espectros.
Ahora, se
esbozaba en el rostro de nuestra Reina
un gesto semejante a la sonrisa. Tanto tiempo sin mostrarla, tanto
tiempo escondida..., una sonrisa congelada muchos años atrás, oculta en la
penumbra de un amor no correspondido, atrapada entre las telarañas de la
traición.
**********
La pequeña
Catalina fue consciente de lo acaecido al cabo
del tiempo, ya reina de Portugal, cuando comprobó que el mundo no se acababa
entre los sólidos pero solitarios muros del convento de Santa Clara, cuando supo
que si a su madre le robaron la vida, a ella le habían mancillado la niñez. Sus
recuerdos de infancia se limitaban a esa madre cariñosa, aunque siempre con la
tristeza adherida a su cuerpo, como si
fuera una segunda piel. La añoraba. Mucho. Ni un solo día había dejado de
permanecer en su recuerdo, ni un solo día dejó de maldecirse por abandonarla en
su cautiverio.
Aun recordaba
Catalina el frío hiriente que la acompañaba día y noche durante los inviernos
de la meseta castellana. Y su madre..., su madre empeñada en frotarle
manos y pies, quitarse su propia ropa para envolverla a ella, o acurrucarla en
su regazo peleando contra cualquier brizna de viento. Su madre, cuyo rostro
ajado prematuramente, poseía toda la ternura del mundo. Su madre, esa a la que
algunos llamaban loca, a la que su padre vendió y su marido engañó, moría en
vida ahogada entre las aguas de la incomprensión y la ambición.
Quizás si la
Reina Isabel no se hubiera marchado tan pronto...
**********
Ya en el
invierno de su vida, Catalina rebobinó hasta la cárcel de su infancia, siempre
pegada a las faldas de su madre. Siempre su madre, a la que despedazaron como
buitres ansiosos de carne.
-
¿Por qué lloras, madre? ¿Qué sucede? ¿He hecho
algo mal? - era la pregunta que siempre afloraba a sus labios.
-
No, vida mía. Tú eres lo más precioso que tengo.
Ven aquí.
Y secándose las
lágrimas, inagotables, que caían cadenciosas por su rostro, Juana abrazaba
fuertemente a su pequeña, observando vigilante la austera estancia en la que se
hallaban confinadas, su hogar. Unos pasos lejanos, cada vez más audibles, se
interrumpieron cerca, demasiado cerca.
-
No me aprietes tanto, que me haces daño –
protestó la pequeña intentando zafarse del abrazo de hierro de su madre.
-
Lo siento, hijita. Lo siento.
Con el corazón
martilleándole las sienes, los músculos tensos, el ceño fruncido, Juana, con voz firme, preguntó qué se le
antojaba a quien estuviera detrás de la puerta.
-
Soy Hernán, majestad. Hernán Duque de Estrada.
El semblante de
la reina se relajó, Hernán no era como
aquel marqués de Denia que hacía de su cautiverio un verdadero infierno. Abrió
la puerta e inmediatamente se arrepintió al ver como dos hombres provistos con
pesados mazos irrumpieron con brusquedad. Ante el temor al rapto de su hija Juana
la apartó de un empujón a la vez que
lanzó un aullido que heló la sangre de los vecinos de la villa. Con gesto
tranquilizador, Hernán le pidió permiso para abrir un pequeño hueco en el muro
de la habitación de Catalina; así podrá
ver el campo, el Duero, que baja ahora bien crecido, y, en los días claros,
hasta se divisa Medina del Campo.
**********
Catalina, presa
de una obsesión, entraba y salía de su pasado, vagaba por su infancia, dibujaba
cada arruga del rostro de su madre, como si así pudiera volver a tenerla cerca.
-
Madre, madre, ¿qué es una amiga?
-
¿Por qué me preguntas eso, Catalina?
-
Porque los niños que veo desde mi ventana me
dicen que sea su amiga,
que vaya a jugar con ellos, ¿puedo?, ¿puedo?
En aquellos
momentos, Juana, con la mirada extraviada,
se encerraba durante días en sí misma, abandonada en la desesperación vivía
como una autómata. Sin casi alimentarse, el mutismo se enroscaba en ella, e
incluso se olvidaba de cambiarse de ropa. Siempre de negro desde que su único y
gran amor se fue, desgreñada, desaliñada y con un vacío que le corroía las
entrañas, imploraba la muerte.
-
-
Madre, ¿por qué no hablas?
Y era ahora la
pequeña Catalina la que frotaba pies y manos, acariciaba el pelo de su querida
madre y la forzaba a comer. Cuando Juana salía de ese estado casi comatoso,
como recién despertada de una pesadilla,
se afanaba en devolverle a Catalina los días perdidos. Y le repetía
siempre la misma cantinela, que no se fiase de nadie, y menos de las mujeres,
sólo le traerían desgracias. Pero Catalina adoraba ver jugar a los niños del
pueblo, a los que lanzaba monedas de plata desde su pequeño ventanuco con la
esperanza de verlos de nuevo al día siguiente. Soñaba con el día en que ella
pudiera hacer lo mismo, con el día en que la palabra amiga fuese algo más que
simples letras.
**********
Qué lentos se
sucedieron aquellos días, y cómo corrían ahora. Catalina, a la que su hermano
Carlos sentó en el trono de Portugal, dio una vuelta más por su habitación.
Nerviosa, miró detenidamente la carta, la acercó a su corazón, después la dobló
cuidadosamente y la enterró en un cajón, a la vez que con el dorso de la mano
secaba una lágrima furtiva.
Demasiadas
desventuras le habían quitado el sueño en su vida y, ahora, su sobrino y yerno
Felipe, siempre amable con ella, seguía con la idea de la unión de ambas
Coronas. Su corazón se dividía entre España y Portugal, pero no iba a dejarse arrebatar el país que le
brindó una segunda oportunidad. Si él quería algo, tendría que pelear por ello.
A pesar de haber enterrado a sus nueve hijos, una chispa de esperanza brotaba
de su nieto Sebastián que, aunque exaltado y demasiado romántico, podría
defender la independencia de su país de adopción.
En tierras lusas
conoció un mundo que hasta su matrimonio le fue vedado; creyó en la lealtad,
aprendió a reír, disfrutó de la amistad,
esa contra la que su madre siempre la alertó. Y, sobre todo, amó.
Se arrodilló
sobre el reclinatorio, se persignó, y dirigiendo su mirada hacia el cielo, rezó
por sus seres queridos. Después, se levantó con dificultad para tenderse en la
cama. Cerró los ojos y murmuró: